Isabel Proctor
La Santa Proctor
Isabel es buena. Tiene altos valores morales. Es decente. Es tranquila. Y es más fría que Salem, Massachusetts, a principios de febrero.
En un prolijo giro literario, las cualidades positivas de Isabel son también negativas. Es una mujer virtuosa, firme y honesta, pero estos atributos también la hacen un poco frívola. Cuando la conocemos por primera vez, es tan fría que parece un témpano de hielo. Sin embargo, tiene buenos motivos para mostrarse recelosa y distante: su marido tuvo un romance con su ayudante doméstica, Abigail Williams, recientemente:
ISABEL:¿Estuviste a solas con ella?
PROCTOR (obstinadamente): Por un momento… estuvimos a solas, sí.
ISABEL: no es como me lo contaste.
PROCTOR (con enojo creciente): fue solo un momento. Los demás entraron enseguida.
ISABEL (suavemente; de pronto ha perdido toda fe en él): Haz como quieras, entonces. (Comienza a volverse.)
PROCTOR: Mujer. (Ella se vuelve hacia él.) No tengo porque tolerar tus sospechas.
ISABEL (con cierta altanería): Yo no tengo...
PROCTOR: ¡No las voy a tolerar!
ISABEL: ¡Entonces no las provoques! (II.65–74)
La reacción de Isabel con respecto al romance también revela un rasgo un tanto vengativo. Cuando descubrió el pecado de su esposo, echó a Abby de la casa y empezó a rumorear en el pueblo que la chica era una rapidita y suelta. (Estem… ¿no es Juan un poco responsable también?)
A pesar de todo, la mayor parte del tiempo, Isabel es una mujer decente. A lo largo de la obra, parece esforzarse por perdonar a su marido y dejar su enojo atrás. Y, naturalmente, su odio hacia Abigail es entendible. La antipatía de Isabel hacia Abigail se justifica más tarde en la obra cuando ésta intenta asesinarla al tenderle una trampa para que la acusen de brujería.
Consejillo de Isabel: Muchachos, no mientan. Ni siquiera una vez.
En general, Isabel es una víctima inocente. El único pecado que la vemos cometer es cuando miente en el tribunal al decir que Juan y Abigail nunca tuvieron un romance. Supuestamente, esta es la primera vez que miente en su vida. Por desgracia, no fue el mejor momento para hacerlo. Aunque miente para proteger a su esposo, termina condenándolo.
Después de pasar unos meses sola en prisión, Isabel se da cuenta de algo: fue una esposa fría, y debido a que no se amaba a ella misma, no era capaz de recibir el amor de su marido. Al final, cree que su frialdad fue lo que llevó a Juan a tener una aventura con Abigail:
ISABEL (sobreponiéndose a un sollozo que siempre está por estallar): Juan, de nada servirá que yo te perdone si no te perdonas tú mismo. (Ahora él se aparta un poco, torturado.) No es mi alma, Juan, es la tuya. [...] Tan sólo ten esta certeza, pues ahora lo sé: cualquier cosa que hagas, es un hombre bueno quien la hace. (El vuelve hacia ella su inquisitiva e incrédula mirada.) En estos tres meses he mirado hacia mi corazón, Juan. [...] Tengo que rendir cuentas de pecados propios. Es una esposa fría la que empuja a su esposo al adulterio. [...] ¡Juan, yo me consideraba tan simple, tan poca cosa, que ningún amor bueno podría ser para mí! Era la sospecha quien te besaba cuando yo lo hacía; nunca supe cómo decir que te amaba. ¡Mi casa era una casa fría! (IV.205–210)
Caer en la cuenta de esto ayuda a Isabel a perdonar a su marido, y al despojarse de su enojo puede reconciliarse consigo misma. Isabel realiza su acto más noble al final, cuando ayuda al torturado Juan Proctor a perdonarse a sí mismo justo antes de su ejecución.